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PALABRAS INICIALES

La Universidad de Chile , como universidad pública y compleja, desarrolla principalmente su misión dentro de la sociedad chilena en tres áreas que ella ha definido como propias: docencia, extensión e investigación. De éstas, los estudiantes, como miembros de la comunidad, participamos esencialmente de las dos primeras. Sin embargo, debemos señalar que la participación en extensión se encontraba hasta ahora supeditada a las inquietudes y motivaciones individuales, debido a las escasas instancias existentes para su desarrollo, pues la institución no proveía de espacios concretos y permanentes para la efectiva vinculación con el entorno inmediato y la sociedad en general.

Respecto de la investigación, un breve examen del desarrollo de esta actividad en nuestra Facultad, pone de manifiesto que el espacio y fomento para su ejercicio, dentro de los marcos del pregrado, es casi nula. Desde este vacío surge la idea y necesidad de crear una publicación anual que dé cuenta y fomente esta práctica en dicho nivel. Dentro de este contexto, la aparición del Anuario de Pregrado se encuentra estrechamente vinculada con el carácter complejo de la institución, puesto que amalgama sus tres elementos constituyentes: relación con el espacio académico y la docencia, unido a un trabajo serio de investigación, los cuales confluyen, finalmente, en la extensión de la labor universitaria, permitiendo enlazar nuestros conocimientos con la academia, el medio y la sociedad, a través de la difusión, tanto a nivel nacional como internacional, del estado y calidad de la educación recibida al alero de nuestra Universidad, fomentando el interés por ésta en otros espacios.

Con respecto al panorama antes mencionado, y situándonos dentro del concierto de las publicaciones existentes, es necesario señalar que a nivel del pregrado no existía una instancia efectiva y clara para desarrollar y publicar investigaciones estudiantiles. A partir de la concreción de este proyecto nace, además, la oportunidad de vincular al pregrado con el espacio académico y sus respectivas actividades, sean estas de investigación o extensión, generándose lugares de encuentro y reconocimiento de los estudiantes con sus pares y profesores, abriendo diversas instancias para la restitución de la comunidad, al trabajar junto a los catedráticos y respectivos departamentos.

Sin embargo, no sentimos orgullo por nuestra labor. No sentimos orgullo por ser pioneros en un proyecto que siempre debió existir en la raíz misma del pensamiento humanista esperado, emparentado con la formación íntegra de los jóvenes intelectuales que brinda la Universidad de Chile a la comunidad. Sólo sentimos el cumplimiento de una palabra que en estas horas de nuestra historia causa cierto escepticismo: el deber, el deber con nuestra sociedad, con nuestra Escuela, con nuestra Universidad; el deber de nuestra formación humanista que no fue llevada a cabo solamente dentro del aula que habitamos por años. Antes de ser estudiantes, y aun siéndolo, vivimos dentro de una comunidad que cada día se torna más y más real para nosotros, y por lo tanto, más importante y fundamental. Fuimos testigos, en nuestra infancia, de circunstancias reales de las cuales, en ese momento, nadie creyó que lo fuésemos. Fuimos pequeños ojos y oídos en ese momento, demasiado pequeños para contener tan grandes brutalidades y crímenes perpetrados en el seno exhausto de nuestra sociedad. Pero nuestra pequeñez supo guardar cada escabrosa escena humana de aquel tiempo y crecer críticamente a la altura de la atrocidad y su persistencia. Nuestros ojos se dilataron ante la presencia de la asoladora destrucción que nos perseguía, para luego descubrir que en nuestro cotidiano vocabulario parasitaban los gérmenes del desastre vivido y que, lo más terrible, esas palabras y ese mundo representado, no nos parecían ya desastrosos: creímos que una zona de nuestra historia había quedado atrás sin saber que el pasado es la parte más sustancial de nuestro futuro. Por ello, nuestra formación intelectual se resiste a olvidar su historia espiritual, la historia que circunscribió desde el momento mismo que se conformó en nuestra generación como un potencial baluarte crítico útil para nuestra existencia, la de ayer, la de hoy y la de mañana.

“Las ciencias y la literatura”, –y nosotros agregamos las Humanidades en su conjunto-, “llevan en sí la recompensa de los trabajos y las vigilias que se les consagran”. Pero más allá de las nobles palabras que hace ciento sesenta y dos años pronunciaba en este lugar nuestro entrañable Bello, la gran recompensa que las Humanidades esperan está fuera del grupo cada vez más amplio y complejo de disciplinas que a ellas se consagran. La recompensa, creemos, está en que estas puedan ser accesibles para un mundo que jamás ha posado sus intereses en ella, sea por vivir lejos del espacio “letrado” de nuestra sociedad, o bien, por la falsa creencia de que ellas no representan en sí el código del progreso útil para la nación; falsa creencia que nosotros, como humanistas, a lo largo de la historia hemos cometido el grave error de acentuar por una ignorancia que disfrazamos de virtud esencial. Queremos expresar nuestra viva identidad con la sociedad en la cual y para la cual nacimos, con el sector de aquellos que huyen cuando invadimos el aire comunitario de nuestras sociedades con graves conceptos herméticos con que buscamos sobresalir para aislarnos aún más, con aquellos que señalan que actualmente somos el cadáver inútil del último romanticismo que habría tenido su acta de defunción hace algo más de tres décadas. Todo esto nos ha dado, y dará, la oportunidad más real y concreta de surgir con un aparato crítico mucho más amplio y equilibrado, vigilante de nuestro rol fuera de una simple “aristocracia espiritual” con la cual algunos antaño creyeron cultivar la esencia divina de lo humano, tal vez de buena fe, o una vanguardia intelectual que pensó que se podía caminar con la mente racional de unos pocos elegidos y que la cultura debía pertenecerles por ser tales. “Por eso”, nos señala el magnífico Montaigne, “el vulgo los desdeña como ignorantes que son de las cosas primordiales y comunes, y como presuntuosos e insolentes”.

Hay tiempo para todo, aunque no nos parezca, pero este tiempo no es el de la exclusión del intelectual humanista del infinito círculo de su sociedad. Si uno de los más grandes pensadores de nuestra continente dijo “Patria es Humanidad”, creemos que es esa humanidad el objeto de estudio de nuestras disciplinas y el sujeto que ha de movernos en la búsqueda ya no de la verdad, sino de algo mucho más concreto y menos especulativo, aunque no por ello falto de dificultad: la inserción de nuestra palabra en la discusión política actual. No pedimos un lugar en ella: nuestro deber es ganarlo siendo más que lo que el concepto de “humanista” encierra, siendo humanitarios, esto es, amando el recurso del hombre para el hombre del orden que fuere, del campo al cual perteneciere, del tiempo y el lugar de donde provenga. Tenemos el granero universitario de nuestra Escuela atestado de jóvenes productos intelectuales que buscan las manos de su pueblo para que los hagan propios y naturales a él. Sin embargo, no somos ingenuos como para creer que ese hecho y este deseo basten para que las Humanidades se integren al concierto social de manera armónica y útil. Todavía confiamos en la necesaria existencia de un Estado que no ha debilitado del todo nuestra confianza en estos momentos de diseminación masiva de su efectividad política, para algunos conveniente y aun aliviante, de sus programas públicos casi indiferentes, que hoy su nación reclama no a viva voz, sino a acto vivo, como diseños interesados para una vida civil plena. Sabemos que cada vez es mayor el difícil obstáculo por reagrupar las fuerzas hacia un objetivo claro, si las instituciones públicas, al ser ellas mismas tensadas por diversos sectores, difuminan los horizontes reales creyendo encontrar las soluciones en sus anestesiantes discursos y no en los referentes sociales desde el cual todo discurso debiese partir para ser eficaz y no simplemente efectista. R. W. Emerson decía con mucha razón: “Lo bueno es eficaz, fecundo; se abre por sí mismo lugar y encuentra alimento y aliados”. El grano está ahí: los programas educacionales deben señalarlo como importante y necesario para la dieta equilibrada de la sociedad a la cual le debe responsabilidad madura y derecho a futuro. Este Anuario de Pregrado busca esa mano que lo alcance y aquélla que le abra la puerta.

No obstante, como jóvenes intelectuales, nuestra formación que recién iniciamos nos guarda aún un deber. Reformar nuestras conciencias ante el fenómeno del saber revelará que el preciado libro no es un plinto sobre el cual debemos observar socarronamente la “comedia humana”. Sólo un libro cerrado puede convertirse en inútil y ocioso pedestal: un libro abierto nos prohíbe “elevarnos” a esa cómoda altura, demandándonos la visión de sus dos caras, de su doble razón que lo constituye y le otorga su existencia en el mundo. Del mismo modo nuestra doble misión intelectual, para que conozca su existencia plena, responde al cumplimiento de su respectiva disciplina en las Humanidades y a la sociedad en la cual y para la cual se desenvuelve. Las Humanidades no son exclusivamente de y para los intelectuales humanistas, son para la humanidad, la sociedad en su conjunto. Por este motivo, creemos que este tiempo no es el del refugio autonómico ni el de la alarma purista que vocifera apenas cruzamos el umbral de la disciplina, en pos de nuevas herramientas en que el límite tradicionalista de nuestra formación original alcanza incompetencia. Debemos recordar que el mundo vive en nuestras disciplinas humanísticas y, como tal, no podemos permanecer eternamente en el estrecho alcázar como nobles niños castigados que observan ansiosos el juego de pelota que en nuestros jardines se desarrolla. A pesar de ello, debemos saber aguardar activa y maduramente en esta etapa inicial de nuestra formación el momento oportuno marcado por el fundamental dominio y competencia de nuestro espacio disciplinario. Antes de salir a jugar, debemos concluir la tarea del día y ésa es la que nuestras disciplinas nos demandan. Ésta es la razón por la cual también nuestro Anuario de Pregrado está dividido por cada disciplina departamental que nuestra Facultad imparte como formación de licenciaturas.

Para finalizar, creemos que este tiempo para nuestras disciplinas y en general para las Humanidades insertas activamente en la sociedad, es el tiempo de un esforzado trabajo de hormigas que lentamente tenderá a unir fuerzas en una sana agrupación que no sólo asumirá como objetivo principal saber más, tanto de nuestro espacio disciplinario como de los otros campos del saber que ya comenzamos a asimilar, sino también saber más de cómo vivir y sobrevivir en esta extensa casa del hombre, nuestra casa, sin extraviarnos. Si la Humanidad es nuestro hogar y las Humanidades el fuego que nos reúne para amar y dialogar sobre el hombre y la naturaleza que lo cría, éste no se marchará en busca de un espacio mejor: éste lugar, como nuestro amor hacia él, será largamente perdurable.


Coordinación General Anuario de Pregrado.
Santiago de Chile, octubre 2005.